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jueves, 24 de mayo de 2012

San Benito y la acción benéfica de los monjes en Occidente

Navegando me topé con este artículo publicado en Gaudium Press en el que hace un buen y breve resumen de la historia de la orden benedictina. Os lo reproduzco a continuación:


 
Redacción (Lunes, 16-04-2012, Gaudium Press) La entrada de Pablo a la comunidad cristiana impulsó el carácter universal de la Iglesia. Investido de un especial carisma para llevar la buena nueva del Evangelio a las naciones paganas, amplió los límites de la Iglesia, como él mismo testifica: "vieron que la evangelización de los incircuncisos me era confiada, como la de los circuncisos a Pedro (porque aquel cuya acción hizo de Pedro el apóstol de los circuncisos, hizo también de mí el de los paganos)" (Gl 2, 7-8).
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San Benito
El Espíritu fue inspirando, de esa forma, a los mártires y las vírgenes, los monjes y los misioneros, los doctores y confesores de la fe. En el siglo tercero apareció el monacato, con San Antonio Abad y San Basilio. En el siglo quinto el Espíritu suscitó al gran San Agustín. Más tarde, el patriarca San Benito dio origen a uno de los mayores movimientos de espiritualidad surgidos en la era cristiana, verdadero soplo de renovación que alcanzó el occidente.
Lo esencial de la obra de Benito de Nursia consistió en trasformar una sociedad dividida por revueltas, crisis y guerras, transformándola, poco a poco, en la era "en que la filosofía del Evangelio gobernó los Estados". "En el gran eclipse de la civilización antigua que sobrevino en el tiempo de las invasiones, apenas permaneció otra luz, exceptuando el floreciente imperio visigótico, de aquella que tuvo que refugiarse en la brillante constelación de monasterios esparcidos por Francia y los países septentrionales, especialmente en la remota Irlanda. Los monjes fueron los transmisores del saber antiguo para los siglos futuros".
En el siglo sexto el monacato se enriqueció, con San Gregorio Magno, de un carácter misionero, incorporando los pueblos germánicos a la Iglesia y estableciendo las bases de la Europa cristiana. Así se expresa Colombás:
Los antiguos monasterios, e incluso los solitarios independientes, desarrollaron, por la propia fuerza de las cosas, una amplia actividad apostólica, en el común de los casos no sacramental ni ministerial, sino puramente espiritual. Esto es, los monjes actuaron no en calidad de clérigos, sino de "hombres de Dios". Su acción emanaba de su espiritualidad. Los impulsaba a la necesidad de las almas, cuando no la voluntad de los obispos.
En el siglo noveno los monjes Cirilo y Metodio llevaron la palabra evangélica al mundo eslavo, y en el siglo décimo la reforma monástica de Cluny, iniciada por el abad San Bernon y continuada con éxito por sus cuatro sucesores, entre los cuales se destaca San Odilón, dio origen al movimiento devocional y renovador que configuró definitivamente la idea de Europa y de cuyo dinamismo brotó, en el siglo XI, San Gregorio VII y la denominada reforma gregoriana.
La verdadera ventaja de Cluny viene, por tanto, de haber tenido a la cabeza, sobre todo en los primeros cien años, hombres excepcionales por su temperamento, cultura, intuición organizadora y político y, sobre todo, dotados de un carisma espiritual arrebatador.
Se puede decir que el esplendor de esa época, se debió, en gran parte, a la influencia de la acción benéfica surgida de los claustros. Los grandes vuelos del orden temporal tuvieron su raíz en esos movimientos soplados por la gracia en el seno de la Iglesia, ya que la misión de estos no se limitaba apenas al empeño por la santificación de sus miembros, sino se extendía para el resto de la sociedad, visando su sacralización.
No es posible cerrar los ojos a la acción benéfica que ejercen los monjes universalmente no solo en los monasterios de todo Occidente, sino en las cortes de los reyes y los papas, en los palacios de los obispos y los castillos de los nobles. Ellos ponen en todas partes la levadura evangélica, que, tarde o temprano, fermenta y produce frutos de santidad, de espiritualidad, de reforma de las costumbres (cfr. LLORCA et at. 2003, p. 243).
Por Monseñor João S. Clá Dias, EP

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