- Salve, Reina de los cielos
- y Señora de los Ángeles;
- salve raíz, salve puerta,
- que dio paso a nuestra luz
- Alégrate, virgen gloriosa,
- entre todas la más bella;
- salve, agraciada doncella,
- ruega a Cristo por nosotros.2
- V. Concédeme alabarte, Virgen Santa.
- R. Dame fuerza contra tus enemigos.
- Oremos: Te rogamos, Señor misericordioso, que nos asistas en nuestra
debilidad: que como nosotros conmemoramos ahora a
Santa María siempre virgen, madre de Dios, también nosotros con la ayuda de su intercesión renazcamos a una vida nueva. Por Jesucristo nuestro señor. Amén.
Salve Reina de misericordia, Señora del mundo, Reina del cielo, Virgen de las vírgenes, Sancta Sánctorum, luz de los ciegos, gloria de los justos, perdón de los pecadores, reparación de los desesperados, fortaleza de los lánguidos, salud del orbe, espejo de toda pureza. Haga tu piedad que el mundo conozca y experimente aquella gracia que tú hallaste ante el Señor, obteniendo con tus santos ruegos perdón para los pecadores, medicina para los enfermos, fortaleza para los pusilánimes, consuelo para los afligidos, auxilio para los que peligran.
Por ti tengamos acceso fácil a tu Hijo, oh bendita y llena de gracia, madre de la vida y de nuestra salud, para que por ti nos reciba el que por ti se nos dio. Excuse ante tus ojos tu pureza las culpas de nuestra naturaleza corrompida: obténganos tu humildad tan grata a Dios el perdón de nuestra vanidad. Encubra tu inagotable caridad la muchedumbre de nuestros pecados: y tu gloriosa fecundidad nos conceda abundancia de merecimientos.
Oh Señora nuestra, Mediadora nuestra, y Abogada nuestra: reconcílianos con tu Hijo, recomiéndanos a tu Hijo, preséntanos á tu Hijo.
Haz, oh Bienaventurada, por la gracia que hallaste ante el Señor, por las prerrogativas que mereciste y por la misericordia que engendraste, que Jesucristo tu Hijo y Señor nuestro, bendito por siempre y sobre todas las cosas, así como por tu medio se dignó hacerse participante de nuestra debilidad y miserias, así nos haga participantes también por tu intercesión de su gloria y felicidad.
Tras estas dos oraciones os propongo unos enlaces temáticos en torno a María que nos pueden ser útiles y después de ellos cuatro catequesis de San Juan Pablo II sobre la virnidad de María (Muchos no habíais nacido cuando las pronunció
Por ti tengamos acceso fácil a tu Hijo, oh bendita y llena de gracia,
madre de la vida y de nuestra salud, para que por ti nos reciba el que
por ti se nos dio. Excuse ante tus ojos tu pureza las culpas de nuestra
naturaleza corrompida: obténganos tu humildad tan grata a Dios el perdón
de nuestra vanidad. Encubra tu inagotable caridad la muchedumbre de
nuestros pecados: y tu gloriosa fecundidad nos conceda abundancia de
merecimientos.
Oh Señora nuestra, Mediadora nuestra, y Abogada nuestra: reconcílianos con tu Hijo, recomiéndanos a tu Hijo, preséntanos á tu Hijo.
Haz, oh Bienaventurada, por la gracia que hallaste ante el Señor, por las prerrogativas que mereciste y por la misericordia que engendraste, que Jesucristo tu Hijo y Señor nuestro, bendito por siempre y sobre todas las cosas, así como por tu medio se dignó hacerse participante de nuestra debilidad y miserias, así nos haga participantes también por tu intercesión de su gloria y felicidad. - See more at: http://www.reinadelcielo.org/oraciones-a-la-virgen-maria/#sthash.66ypCAFs.dpuf
¿Quién es la virgen María? Preguntas y respuestas Sobre María en la página de EWTNOh Señora nuestra, Mediadora nuestra, y Abogada nuestra: reconcílianos con tu Hijo, recomiéndanos a tu Hijo, preséntanos á tu Hijo.
Haz, oh Bienaventurada, por la gracia que hallaste ante el Señor, por las prerrogativas que mereciste y por la misericordia que engendraste, que Jesucristo tu Hijo y Señor nuestro, bendito por siempre y sobre todas las cosas, así como por tu medio se dignó hacerse participante de nuestra debilidad y miserias, así nos haga participantes también por tu intercesión de su gloria y felicidad. - See more at: http://www.reinadelcielo.org/oraciones-a-la-virgen-maria/#sthash.66ypCAFs.dpuf
¿Tuvo Jesús hermanos? Respuesta exegética muy completa de www.apologeticacatólica.org
Significado de la concepción virginal de Jesús en opusdei.org
Oraciones marianas en reinadelcielo.org
Y por fin las cuatro catequesis de San Juan Pablo II que tras su atenta lectura os aclararán muchas cosas.
Las he tomado de franciscanos.org pero las podéis leer tambien en la página oficial del Vaticano. Las reproduzco aquí para que no se pierdan.
La Virginidad de María, verdad de fe
Catequesis de Juan Pablo II (10-VII-96)
Catequesis de Juan Pablo II (10-VII-96)
1. La Iglesia ha considerado constantemente la
virginidad de María una verdad de fe, acogiendo y profundizando el testimonio
de los evangelios de san Lucas, san Marcos y, probablemente, también san Juan.
En el episodio de la Anunciación, el evangelista san
Lucas llama a María «virgen», refiriendo tanto su intención de perseverar en la
virginidad como el designio divino, que concilia ese propósito con su
maternidad prodigiosa. La afirmación de la concepción virginal, debida a la
acción del Espíritu Santo, excluye cualquier hipótesis de partenogénesis
natural y rechaza los intentos de explicar la narración lucana como
explicitación de un tema judío o como derivación de una leyenda mitológica
pagana.
La estructura del texto lucano (cf. Lc 1,26-38;
2,19.51), no admite ninguna interpretación reductiva. Su coherencia no permite
sostener válidamente mutilaciones de los términos o de las expresiones que
afirman la concepción virginal por obra del Espíritu Santo.
2. El evangelista san Mateo, narrando el anuncio del
ángel a José, afirma, al igual que san Lucas, la concepción por obra «del
Espíritu Santo» (Mt 1,20), excluyendo las relaciones conyugales.
Además, a José se le comunica la generación virginal
de Jesús en un segundo momento: no se trata para él de una invitación a dar su
consentimiento previo a la concepción del Hijo de María, fruto de la
intervención sobrenatural del Espíritu Santo y de la cooperación exclusiva de
la madre. Sólo se le invita a aceptar libremente su papel de esposo de la
Virgen y su misión paterna con respecto al niño.
San Mateo presenta el origen virginal de Jesús como
cumplimiento de la profecía de Isaías: «Ved que la virgen concebirá y dará a
luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel, que traducido significa
"Dios con nosotros"» (Mt 1,23; cf. Is 7,14). De ese modo, san Mateo
nos lleva a la conclusión de que la concepción virginal fue objeto de reflexión
en la primera comunidad cristiana, que comprendió su conformidad con el
designio divino de salvación y su nexo con la identidad de Jesús, «Dios con
nosotros».
3. A diferencia de san Lucas y san Mateo, el evangelio
de san Marcos no habla de la concepción y del nacimiento de Jesús; sin embargo,
es digno de notar que san Marcos nunca menciona a José, esposo de María. La
gente de Nazaret llama a Jesús «el hijo de María» o, en otro contexto, muchas
veces «el Hijo de Dios» (Mc 3,11; 5,7; cf. 1,1.11; 9,7; 14,61-62; 15,39). Estos
datos están en armonía con la fe en el misterio de su generación virginal. Esta
verdad, según un reciente redescubrimiento exegético, estaría contenida
explícitamente en el versículo 13 del Prólogo del evangelio de san Juan, que
algunas voces antiguas autorizadas (por ejemplo, Ireneo y Tertuliano) no
presentan en la forma plural usual, sino en la singular: «Él, que no nació de
sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios».
Esta traducción en singular convertiría el Prólogo del evangelio de san Juan en
uno de los mayores testimonios de la generación virginal de Jesús, insertada en
el contexto del misterio de la Encarnación.
La afirmación paradójica de Pablo: «Al llegar la
plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer (…), para que
recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4,4-5), abre el camino al interrogante
sobre la personalidad de ese Hijo y, por tanto, sobre su nacimiento virginal.
Este testimonio uniforme de los evangelios confirma
que la fe en la concepción virginal de Jesús estaba enraizada firmemente en los
diversos ambientes de la Iglesia primitiva. Por eso carecen de todo fundamento
algunas interpretaciones recientes, que no consideran la concepción virginal en
sentido físico o biológico, sino únicamente simbólico o metafórico: designaría
a Jesús como don de Dios a la humanidad. Lo mismo hay que decir de la opinión
de otros, según los cuales el relato de la concepción virginal sería, por el
contrario, un theologoumenon, es decir, un modo de expresar una doctrina
teológica, en este caso la filiación divina de Jesús, o sería su representación
mitológica.
Como hemos visto, los evangelios contienen la
afirmación explícita de una concepción virginal de orden biológico, por obra
del Espíritu Santo, y la Iglesia ha hecho suya esta verdad ya desde las
primeras formulaciones de la fe (cf. Catecismo de la Iglesia católica,
n. 496).
4. La fe expresada en los evangelios es confirmada,
sin interrupciones, en la tradición posterior. Las fórmulas de fe de los
primeros autores cristianos postulan la afirmación del nacimiento virginal:
Arístides, Justino, Ireneo y Tertuliano están de acuerdo con san Ignacio de
Antioquía, que proclama a Jesús «nacido verdaderamente de una virgen» (Smirn.
1,2). Estos autores hablan explícitamente de una generación virginal de Jesús
real e histórica, y de ningún modo afirman una virginidad solamente moral o un
vago don de la gracia, que se manifestó en el nacimiento del niño.
Las definiciones solemnes de fe por parte de los
concilios ecuménicos y del Magisterio pontificio, que siguen a las primeras
fórmulas breves de fe, están en perfecta sintonía con esta verdad. El concilio
de Calcedonia (451), en su profesión de fe, redactada esmeradamente y con
contenido definido de modo infalible, afirma que Cristo «en lo últimos días,
por nosotros y por nuestra salvación, (fue) engendrado de María Virgen, Madre
de Dios, en cuanto a la humanidad» (DS 301). Del mismo modo, el tercer concilio
de Constantinopla (681) proclama que Jesucristo «nació del Espíritu Santo y de
María Virgen, que es propiamente y según verdad madre de Dios, según la
humanidad» (DS 555). Otros concilios ecuménicos (Constantinopolitano II,
Lateranense IV y Lugdunense II) declaran a María «siempre virgen», subrayando
su virginidad perpetua (cf. DS 423, 801 y 852). El concilio Vaticano II ha
recogido esas afirmaciones, destacando el hecho de que María, «por su fe y su
obediencia, engendró en la tierra al Hijo mismo del Padre, ciertamente sin
conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu Santo» (Lumen gentium,
63).
A las definiciones conciliares hay que añadir las del
Magisterio pontificio, relativas a la Inmaculada Concepción de la «santísima
Virgen María» (DS 2.803) y a la Asunción de la «Inmaculada Madre de Dios,
siempre Virgen María» (DS 3.903).
5. Aunque las definiciones del Magisterio, con
excepción del concilio de Letrán del año 649, convocado por el Papa Martín I,
no precisan el sentido del apelativo «virgen», se ve claramente que este
término se usa en su sentido habitual: la abstención voluntaria de los actos
sexuales y la preservación de la integridad corporal. En todo caso, la
integridad física se considera esencial para la verdad de fe de la concepción
virginal de Jesús (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 496).
La designación de María como «santa, siempre Virgen e
Inmaculada», suscita la atención sobre el vínculo entre santidad y virginidad.
María quiso una vida virginal, porque estaba animada por el deseo de entregar
todo su corazón a Dios.
La expresión que se usa en la definición de la
Asunción, «La Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen», sugiere también la
conexión entre la virginidad y la maternidad de María: dos prerrogativas unidas
milagrosamente en la generación de Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre.
Así, la virginidad de María está íntimamente vinculada a su maternidad divina y
a su santidad perfecta.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en
lengua española, del 12-VII-96]
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El propósito de virginidad de María
Catequesis de Juan Pablo II (24-VII-96)
Catequesis de Juan Pablo II (24-VII-96)
1. Al ángel, que le anuncia la concepción y el
nacimiento de Jesús, María le dirige una pregunta: «¿Cómo será esto, puesto que
no conozco varón?» (Lc 1,34). Esa pregunta resulta, por lo menos, sorprendente
si recordamos los relatos bíblicos que refieren el anuncio de un nacimiento
extraordinario a una mujer estéril. En esos casos se trata de mujeres casadas,
naturalmente estériles, a las que Dios ofrece el don del hijo a través de la
vida conyugal normal (cf. 1 S 1,19-20), como respuesta a oraciones conmovedoras
(cf. Gn 15,2; 30,22-23; 1 S 1,10; Lc 1,13).
Es diversa la situación en que María recibe el anuncio
del ángel. No es una mujer casada que tenga problemas de esterilidad; por
elección voluntaria quiere permanecer virgen. Por consiguiente, su propósito de
virginidad, fruto de amor al Señor, constituye, al parecer, un obstáculo a la
maternidad anunciada.
A primera vista, las palabras de María parecen
expresar solamente su estado actual de virginidad: María afirmaría que no
«conoce» varón, es decir, que es virgen. Sin embargo, el contexto en el que
plantea la pregunta «¿cómo será eso?» y la afirmación siguiente: «no conozco
varón», ponen de relieve tanto la virginidad actual de María como su propósito
de permanecer virgen. La expresión que usa, con la forma verbal en presente,
deja traslucir la permanencia y la continuidad de su estado.
2. María, al presentar esta dificultad, lejos de
oponerse al proyecto divino, manifiesta la intención de aceptarlo totalmente.
Por lo demás, la joven de Nazaret vivió siempre en plena sintonía con la
voluntad divina y optó por una vida virginal con el deseo de agradar al Señor.
En realidad, su propósito de virginidad la disponía a acoger la voluntad divina
«con todo su yo, humano, femenino, y en esta respuesta de fe estaban
contenidas una cooperación perfecta con la gracia de Dios que previene y
socorre y una disponibilidad perfecta a la acción del Espíritu Santo» (Redemptoris
Mater, 13).
A algunos, las palabras e intenciones de María les
parecen inverosímiles, teniendo presente que en el ambiente judío la virginidad
no se consideraba un valor ni un ideal. Los mismos escritos del Antiguo
Testamento lo confirman en varios episodios y expresiones conocidos. El libro
de los Jueces refiere, por ejemplo, que la hija de Jefté, teniendo que afrontar
la muerte siendo aún joven núbil, llora su virginidad, es decir, se lamenta de
no haber podido casarse (cf. Jc 11,38). Además, en virtud del mandato divino:
«Sed fecundos y multiplicaos» (Gn 1,28), el matrimonio es considerado la
vocación natural de la mujer, que conlleva las alegrías y los sufrimientos
propios de la maternidad.
3. Para comprender mejor el contexto en que madura la
decisión de María, es preciso tener presente que, en el tiempo que precede
inmediatamente el inicio de la era cristiana, en algunos ambientes judíos se
comienza a manifestar una orientación positiva hacia la virginidad. Por
ejemplo, los esenios, de los que se han encontrado numerosos e importantes
testimonios históricos en Qumrán, vivían en el celibato o limitaban el uso del
matrimonio, a causa de la vida común y para buscar una mayor intimidad con
Dios.
Además, en Egipto existía una comunidad de mujeres
que, siguiendo la espiritualidad esenia, vivían en continencia. Esas mujeres,
las Terapeutas, pertenecientes a una secta descrita por Filón de Alejandría
(cf. De vita contemplativa, 21-90), se dedicaban a la contemplación y
buscaban la sabiduría.
Tal vez María no conoció esos grupos religiosos judíos
que seguían el ideal del celibato y de la virginidad. Pero el hecho de que Juan
Bautista viviera probablemente una vida de celibato, y que la comunidad de sus
discípulos la tuviera en gran estima, podría dar a entender que también el
propósito de virginidad de María entraba en ese nuevo contexto cultural y
religioso.
4. La extraordinaria historia de la Virgen de Nazaret
no debe, sin embargo, hacernos caer en el error de vincular completamente sus
disposiciones íntimas a la mentalidad del ambiente, subestimando la unicidad
del misterio acontecido en ella. En particular, no debemos olvidar que María
había recibido, desde el inicio de su vida, una gracia sorprendente, que el
ángel le reconoció en el momento de la Anunciación. María, «llena de gracia»
(Lc 1,28), fue enriquecida con una perfección de santidad que, según la
interpretación de la Iglesia, se remonta al primer instante de su existencia:
el privilegio único de la Inmaculada Concepción influyó en todo el desarrollo
de la vida espiritual de la joven de Nazaret.
Así pues, se debe afirmar que lo que guió a María
hacia el ideal de la virginidad fue una inspiración excepcional del mismo
Espíritu Santo que, en el decurso de la historia de la Iglesia, impulsaría a
tantas mujeres a seguir el camino de la consagración virginal.
La presencia singular de la gracia en la vida de María
lleva a la conclusión de que la joven tenía un compromiso de virginidad.
Colmada de dones excepcionales del Señor desde el inicio de su existencia, está
orientada a una entrega total, en alma y cuerpo, a Dios con el ofrecimiento de
su virginidad.
Además, la aspiración a la vida virginal estaba en
armonía con aquella «pobreza» ante Dios, a la que el Antiguo Testamento atribuye
gran valor. María, al comprometerse plenamente en este camino, renuncia también
a la maternidad, riqueza personal de la mujer, tan apreciada en Israel. De ese
modo, «ella misma sobresale entre los humildes y los pobres del Señor, que
esperan de él con confianza la salvación y la acogen» (Lumen gentium,
55). Pero, presentándose como pobre ante Dios, y buscando una fecundidad sólo
espiritual, fruto del amor divino, en el momento de la Anunciación María
descubre que el Señor ha transformado su pobreza en riqueza: será la Madre
virgen del Hijo del Altísimo. Más tarde descubrirá también que su maternidad
está destinada a extenderse a todos los hombres que el Hijo ha venido a salvar
(cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 501).
[L'Osservatore Romano, edición semanal en
lengua española, del 26-VII-96]
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La concepción virginal de Jesús
Catequesis de Juan Pablo II (31-VII-96)
Catequesis de Juan Pablo II (31-VII-96)
1. Dios ha querido, en su designio salvífico, que el
Hijo unigénito naciera de una Virgen. Esta decisión divina implica una profunda
relación entre la virginidad de María y la encarnación del Verbo. «La mirada de
la fe, unida al conjunto de la revelación, puede descubrir las razones
misteriosas por las que Dios, en su designio salvífico, quiso que su Hijo
naciera de una virgen. Estas razones se refieren tanto a la persona y a la
misión redentora de Cristo como a la aceptación por María de esta misión para
con los hombres» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 502).
La concepción virginal, excluyendo una paternidad
humana, afirma que el único padre de Jesús es el Padre celestial, y que en la
generación temporal del Hijo se refleja la generación eterna: el Padre, que
había engendrado al Hijo en la eternidad, lo engendra también en el tiempo como
hombre.
2. El relato de la Anunciación pone de relieve el
estado de Hijo de Dios, consecuente con la intervención divina en la
concepción. «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te
cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado
Hijo de Dios» (Lc 1,35).
Aquel que nace de María ya es, en virtud de la
generación eterna, Hijo de Dios; su generación virginal, obrada por la
intervención del Altísimo, manifiesta que, también en su humanidad, es el Hijo
de Dios.
La revelación de la generación eterna en la generación
virginal nos la sugieren también las expresiones contenidas en el Prólogo del
evangelio de san Juan, que relacionan la manifestación de Dios invisible, por
obra del «Hijo único, que está en el seno del Padre» (Jn 1,18), con su venida
en la carne: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y
hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno
de gracia y de verdad» (Jn 1,14).
San Lucas y san Mateo, al narrar la generación de
Jesús, afirman también el papel del Espíritu Santo. Éste no es el padre del
niño: Jesús es hijo únicamente del Padre eterno (cf. Lc 1,32.35) que, por medio
del Espíritu, actúa en el mundo y engendra al Verbo en la naturaleza humana. En
efecto, en la Anunciación el ángel llama al Espíritu «poder del Altísimo» (Lc
1,35), en sintonía con el Antiguo Testamento, que lo presenta como la energía
divina que actúa en la existencia humana, capacitándola para realizar acciones
maravillosas. Este poder, que en la vida trinitaria de Dios es Amor,
manifestándose en su grado supremo en el misterio de la Encarnación, tiene la
tarea de dar el Verbo encarnado a la humanidad.
3. El Espíritu Santo, en particular, es la persona que
comunica las riquezas divinas a los hombres y los hace participar en la vida de
Dios. Él, que en el misterio trinitario es la unidad del Padre y del Hijo,
obrando la generación virginal de Jesús, une la humanidad a Dios.
El misterio de la Encarnación muestra también la
incomparable grandeza de la maternidad virginal de María: la concepción de
Jesús es fruto de su cooperación generosa en la acción del Espíritu de amor,
fuente de toda fecundidad.
En el plan divino de la salvación, la concepción
virginal es, por tanto, anuncio de la nueva creación: por obra del Espíritu
Santo, en María es engendrado aquel que será el hombre nuevo. Como afirma el Catecismo
de la Iglesia católica: «Jesús fue concebido por obra del Espíritu Santo en
el seno de la Virgen María, porque él es el nuevo Adán que inaugura la nueva
creación» (n. 504).
En el misterio de esta nueva creación resplandece el
papel de la maternidad virginal de María. San Ireneo, llamando a Cristo
«primogénito de la Virgen» (Adv. Haer. 3, 16, 4), recuerda que, después
de Jesús, muchos otros nacen de la Virgen, en el sentido de que reciben la vida
nueva de Cristo. «Jesús es el Hijo único de María. Pero la maternidad
espiritual de María se extiende a todos los hombres a los cuales él vino a
salvar: "Dio a luz al Hijo, al que Dios constituyó el mayor de muchos
hermanos" (Rm 8,29), es decir, de los creyentes, a cuyo nacimiento y
educación colabora con amor de madre» (Catecismo de la Iglesia católica,
n. 501).
4. La comunicación de la vida nueva es transmisión de
la filiación divina. Podemos recordar aquí la perspectiva abierta por san Juan
en el Prólogo de su evangelio: aquel a quien Dios engendró, da a los creyentes
el poder de hacerse hijos de Dios (cf. Jn 1,12-13). La generación virginal
permite la extensión de la paternidad divina: a los hombres se les hace hijos
adoptivos de Dios en aquel que es Hijo de la Virgen y del Padre.
Así pues, la contemplación del misterio de la
generación virginal nos permite intuir que Dios ha elegido para su Hijo una
Madre virgen, para dar más ampliamente a la humanidad su amor de Padre.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en
lengua española, del 2-VIII-96]
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María, modelo de virginidad
Catequesis de Juan Pablo II (7-VIII-96)
Catequesis de Juan Pablo II (7-VIII-96)
1. El propósito de virginidad, que se vislumbra en las
palabras de María en el momento de la Anunciación, ha sido considerado
tradicionalmente como el comienzo y el acontecimiento inspirador de la
virginidad cristiana en la Iglesia.
San Agustín no reconoce en ese propósito el
cumplimiento de un precepto divino, sino un voto emitido libremente. De ese
modo, se ha podido presentar a María como ejemplo a las santas vírgenes en
el curso de toda la historia de la Iglesia. María «consagró su virginidad a
Dios, cuando aún no sabía lo que debía concebir, para que la imitación de la
vida celestial en el cuerpo terrenal y mortal se haga por voto, no por
precepto, por elección de amor, no por necesidad de servicio» (De Sancta
Virg., IV, 4; PL 40, 398).
El ángel no pide a María que permanezca virgen; es
María quien revela libremente su propósito de virginidad. En este compromiso se
sitúa su elección de amor, que l
Al subrayar la espontaneidad de la decisión de María,
no debemos olvidar que en el origen de toda vocación está la iniciativa de
Dios. La doncella de Nazaret, al orientarse hacia la vida virginal, respondía a
una vocación interior, es decir, a una inspiración del Espíritu Santo que la
iluminaba sobre el significado y el valor de la entrega virginal de sí misma.
Nadie puede acoger este don sin sentirse llamado y sin recibir del Espíritu
Santo la luz y la fuerza necesarias.
2. Aunque san Agustín utiliza la palabra voto para
mostrar a quienes llama santas vírgenes el primer modelo de su estado de
vida, el Evangelio no testimonia que María haya formulado expresamente un voto,
que es la forma de consagración y entrega de la propia vida a Dios, en uso ya
desde los primeros siglos de la Iglesia. El Evangelio nos da a entender que
María tomó la decisión personal de permanecer virgen, ofreciendo su corazón al
Señor. Desea ser su esposa fiel, realizando la vocación de la «hija de Sión».
Sin embargo, con su decisión se convierte en el arquetipo de todos los que en
la Iglesia han elegido servir al Señor con corazón indiviso en la virginidad.
Ni los evangelios, ni otros escritos del Nuevo
Testamento, nos informan acerca del momento en el que María tomó la decisión de
permanecer virgen. Con todo, de la pregunta que hace al ángel se deduce con
claridad que, en el momento de la Anunciación, dicho propósito era ya muy
firme. María no duda en expresar su deseo de conservar la virginidad también en
la perspectiva de la maternidad que se le propone, mostrando que había madurado
largamente su propósito.
En efecto, María no eligió la virginidad en la
perspectiva, imprevisible, de llegar a ser Madre de Dios, sino que maduró su
elección en su conciencia antes del momento de la Anunciación. Podemos suponer
que esa orientación siempre estuvo presente en su corazón: la gracia que la
preparaba para la maternidad virginal influyó ciertamente en todo el desarrollo
de su personalidad, mientras que el Espíritu Santo no dejó de inspirarle, ya
desde sus primeros años, el deseo de la unión más completa con Dios.
3. Las maravillas que Dios hace, también hoy, en el
corazón y en la vida de tantos muchachos y muchachas, las hizo, ante todo, en
el alma de María. También en nuestro mundo, aunque esté tan distraído por la
fascinación de una cultura a menudo superficial y consumista, muchos
adolescentes aceptan la invitación que proviene del ejemplo de María y
consagran su juventud al Señor y al servicio de sus hermanos.
Esta decisión, más que renuncia a valores humanos, es
elección de valores más grandes. A este respecto, mi venerado predecesor Pablo
VI, en la exhortación apostólica Marialis cultus, subrayaba cómo quien
mira con espíritu abierto el testimonio del Evangelio «se dará cuenta de que la
opción del estado virginal por parte de María (...) no fue un acto de cerrarse
a algunos de los valores del estado matrimonial, sino que constituyó una opción
valiente, llevada a cabo para consagrarse totalmente al amor de Dios» (n. 37).
En definitiva, la elección del estado virginal está
motivada por la plena adhesión a Cristo. Esto es particularmente evidente en
María. Aunque antes de la Anunciación no era consciente de ella, el Espíritu
Santo le inspira su consagración virginal con vistas a Cristo: permanece virgen
para acoger con todo su ser al Mesías Salvador. La virginidad comenzada en
María muestra así su propia dimensión cristocéntrica, esencial también para la
virginidad vivida en la Iglesia, que halla en la Madre de Cristo su modelo
sublime. Aunque su virginidad personal, vinculada a la maternidad divina, es un
hecho excepcional, ilumina y da sentido a todo don virginal.
4. ¡Cuántas mujeres jóvenes, en la historia de la
Iglesia, contemplando la nobleza y la belleza del corazón virginal de la Madre
del Señor, se han sentido alentadas a responder generosamente a la llamada de
Dios, abrazando el ideal de la virginidad! «Precisamente esta virginidad -como
he recordado en la encíclica Redemptoris Mater-, siguiendo el ejemplo de
la Virgen de Nazaret, es fuente de una especial fecundidad espiritual: es
fuente de la maternidad en el Espíritu Santo» (n. 43).
La vida virginal de María suscita en todo el pueblo
cristiano la estima por el don de la virginidad y el deseo de que se
multiplique en la Iglesia como signo del primado de Dios sobre toda realidad y
como anticipación profética de la vida futura. Demos gracias juntos al Señor
por quienes aún hoy consagran generosamente su vida mediante la virginidad, al
servicio del reino de Dios.
Al mismo tiempo, mientras en diversas zonas de antigua
evangelización el hedonismo y el consumismo parecen disuadir a los jóvenes de abrazar
la vida consagrada, es preciso pedir incesantemente a Dios, por intercesión de
María, un nuevo florecimiento de vocaciones religiosas. Así, el rostro de la
Madre de Cristo, reflejado en muchas vírgenes que se esfuerzan por seguir al
divino Maestro, seguirá siendo para la humanidad el signo de la misericordia y
de la ternura divinas.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en
lengua española, del 9-VIII-96]
* * * * *
1. El evangelio de Lucas, al presentar a María como virgen,
añade que estaba «desposada con un hombre llamado José, de la casa de David»
(Lc 1,27). Estas informaciones parecen, a primera vista, contradictorias.
Hay que notar que el término griego utilizado en este
pasaje no indica la situación de una mujer que ha contraído el matrimonio y por
tanto vive en el estado matrimonial, sino la del noviazgo. Pero, a diferencia
de cuanto ocurre en las culturas modernas, en la costumbre judaica antigua la
institución del noviazgo preveía un contrato y tenía normalmente valor
definitivo: efectivamente, introducía a los novios en el estado matrimonial, si
bien el matrimonio se cumplía plenamente cuando el joven conducía a la muchacha
a su casa.
En el momento de la Anunciación, María se halla, pues,
en la situación de esposa prometida. Nos podemos preguntar por qué había
aceptado el noviazgo, desde el momento en que tenía el propósito de permanecer
virgen para siempre. Lucas es consciente de esta dificultad, pero se limita a
registrar la situación sin aportar explicaciones. El hecho de que el
evangelista, aun poniendo de relieve el propósito de virginidad de María, la
presente igualmente como esposa de José constituye un signo de que ambas
noticias son históricamente dignas de crédito.
2. Se puede suponer que entre José y María, en el
momento de comprometerse, existiese un entendimiento sobre el proyecto de vida
virginal. Por lo demás, el Espíritu Santo, que había inspirado en María la
opción de la virginidad con miras al misterio de la Encarnación y quería que
ésta acaeciese en un contexto familiar idóneo para el crecimiento del Niño,
pudo muy bien suscitar también en José el ideal de la virginidad.
El ángel del Señor, apareciéndosele en sueños, le
dice: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo
engendrado en ella es del Espíritu Santo» (Mt 1,20). De esta forma recibe la
confirmación de estar llamado a vivir de modo totalmente especial el camino del
matrimonio. A través de la comunión virginal con la mujer predestinada para dar
a luz a Jesús, Dios lo llama a cooperar en la realización de su designio de
salvación.
El tipo de matrimonio hacia el que el Espíritu Santo
orienta a María y a José es comprensible sólo en el contexto del plan salvífico
y en el ámbito de una elevada espiritualidad. La realización concreta del
misterio de la Encarnación exigía un nacimiento virginal que pusiese de relieve
la filiación divina y, al mismo tiempo, una familia que pudiese asegurar el
desarrollo normal de la personalidad del Niño.
José y María, precisamente en vista de su contribución
al misterio de la Encarnación del Verbo, recibieron la gracia de vivir juntos
el carisma de la virginidad y el don del matrimonio. La comunión de amor
virginal de María y José, aun constituyendo un caso especialísimo, vinculado a
la realización concreta del misterio de la Encarnación, sin embargo fue un
verdadero matrimonio (cf. Exhortación apostólica, Redemptoris custos,
7).
La dificultad de acercarse al misterio sublime de su
comunión esponsal ha inducido a algunos, ya desde el siglo II, a atribuir a
José una edad avanzada y a considerarlo el custodio de María, más que su
esposo. Es el caso de suponer, en cambio, que no fuese entonces un hombre
anciano, sino que su perfección interior, fruto de la gracia, lo llevase a
vivir con afecto virginal la relación esponsal con María.
3. La cooperación de José en el misterio de la
Encarnación comprende también el ejercicio del papel paterno respecto de Jesús.
Dicha función le es reconocida por el ángel que, apareciéndosele en sueños, le
invita a poner el nombre al Niño: «Dará a luz un hijo y tú le pondrás por
nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21).
Aun excluyendo la generación física, la paternidad de
José fue una paternidad real, no aparente. Distinguiendo entre padre y
progenitor, una antigua monografía sobre la virginidad de María -el De
Margarita (siglo IV)- afirma que «los compromisos adquiridos por la Virgen
y José como esposos hicieron que él pudiese ser llamado con este nombre (de
padre); un padre, sin embargo, que no ha engendrado». José, pues, ejerció en
relación con Jesús la función de padre, gozando de una autoridad a la que el
Redentor libremente se «sometió» (Lc 2,51), contribuyendo a su educación y
transmitiéndole el oficio de carpintero.
Los cristianos han reconocido siempre en José a aquel
que vivió una comunión íntima con María y Jesús, deduciendo que también en la
muerte gozó de su presencia consoladora y afectuosa. De esta constante
tradición cristiana se ha desarrollado en muchos lugares una especial devoción
a la santa Familia y en ella a san José, Custodio del Redentor. El Papa León
XIII, como es sabido, le encomendó el patrocinio de toda la Iglesia.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en
lengua española, del 23-VIII-96]
* * * * *
María siempre virgen
Catequesis de Juan Pablo II (28-VIII-96)
Catequesis de Juan Pablo II (28-VIII-96)
1. La Iglesia ha manifestado de modo constante su fe
en la virginidad perpetua de María. Los textos más antiguos, cuando se refieren
a la concepción de Jesús, llaman a María sencillamente Virgen, pero
dando a entender que consideraban esa cualidad como un hecho permanente,
referido a toda su vida.
Los cristianos de los primeros siglos expresaron esa
convicción de fe mediante el término griego «siempre virgen», creado para
calificar de modo único y eficaz la persona de María, y expresar en una sola
palabra la fe de la Iglesia en su virginidad perpetua. Lo encontramos ya en el
segundo símbolo de fe de san Epifanio, en el año 374, con relación a la
Encarnación: el Hijo de Dios «se encarnó, es decir, fue engendrado de modo
perfecto por santa María, la siempre virgen, por obra del Espíritu Santo» (Ancoratus,
119, 5: DS 44).
La expresión siempre virgen fue recogida por el
segundo concilio de Constantinopla, que afirmó: el Verbo de Dios «se encarnó de
la santa gloriosa Madre de Dios y siempre Virgen María, y nació de ella»
(DS 422). Esta doctrina fue confirmada por otros dos concilios ecuménicos, el
cuarto de Letrán, año 1215 (DS 801), y el segundo de Lyón, año 1274 (DS 852), y
por el texto de la definición del dogma de la Asunción, año 1950 (DS 3.903), en
el que la virginidad perpetua de María es aducida entre los motivos de su
elevación en cuerpo y alma a la gloria celeste.
2. Usando una fórmula sintética, la tradición de la
Iglesia ha presentado a María como «virgen antes del parto, durante
el parto y después del parto», afirmando, mediante la mención de estos
tres momentos, que no dejó nunca de ser virgen.
De las tres, la afirmación de la virginidad antes
del parto es, sin duda, la más importante, ya que se refiere a la
concepción de Jesús y toca directamente el misterio mismo de la Encarnación.
Esta verdad ha estado presente desde el principio y de forma constante en la fe
de la Iglesia.
La virginidad durante el parto y después del
parto, aunque se halla contenida implícitamente en el título de virgen
atribuido a María ya en los orígenes de la Iglesia, se convierte en objeto de
profundización doctrinal cuando algunos comienzan explícitamente a ponerla en
duda. El Papa Hormisdas precisa que «el Hijo de Dios se hizo Hijo del hombre y
nació en el tiempo como hombre, abriendo al nacer el seno de su madre (cf. Lc
2,23) y, por el poder de Dios, sin romper la virginidad de su madre» (DS 368).
Esta doctrina fue confirmada por el concilio Vaticano II, en el que se afirma
que el Hijo primogénito de María «no menoscabó su integridad virginal, sino que
la santificó» (Lumen gentium, 57). Por lo que se refiere a la virginidad
después del parto, es preciso destacar ante todo que no hay motivos para pensar
que la voluntad de permanecer virgen, manifestada por María en el momento de la
Anunciación (cf. Lc 1,34), haya cambiado posteriormente. Además, el sentido
inmediato de las palabras: «Mujer, ahí tienes a tu hijo», «ahí tienes a tu
madre» (Jn 19,26-27), que Jesús dirige desde la cruz a María y al discípulo
predilecto, hace suponer una situación que excluye la presencia de otros hijos
nacidos de María.
Los que niegan la virginidad después del parto han
pensado encontrar un argumento probatorio en el término «primogénito», que el
evangelio atribuye a Jesús (cf. Lc 2,7), como si esa expresión diera a entender
que María engendró otros hijos después de Jesús. Pero la palabra «primogénito»
significa literalmente «hijo no precedido por otro» y, de por sí, prescinde de
la existencia de otros hijos. Además, el evangelista subraya esta
característica del Niño, pues con el nacimiento del primogénito estaban
vinculadas algunas prescripciones de la ley judaica, independientemente del
hecho de que la madre hubiera dado a luz otros hijos. A cada hijo único se
aplicaban, por consiguiente, esas prescripciones por ser «el primogénito» (cf.
Lc 2,23).
3. Según algunos, contra la virginidad de María después
del parto estarían aquellos textos evangélicos que recuerdan la existencia de
cuatro «hermanos de Jesús»: Santiago, José, Simón y Judas (cf. Mt 13,55-56; Mc
6,3), y de varias hermanas.
Conviene recordar que, tanto en la lengua hebrea como
en la aramea, no existe un término particular para expresar la palabra primo
y que, por consiguiente, los términos hermano y hermana tenían un
significado muy amplio, que abarcaba varios grados de parentesco. En realidad,
con el término hermanos de Jesús se indican los hijos de una
María discípula de Cristo (cf. Mt 27,56), que es designada de modo
significativo como «la otra María» (Mt 28,1). Se trata de parientes próximos de
Jesús, según una expresión frecuente en el Antiguo Testamento (cf. Catecismo
de la Iglesia católica, n. 500).
Así pues, María santísima es la siempre Virgen.
Esta prerrogativa suya es consecuencia de la maternidad divina, que la consagró
totalmente a la misión redentora de Cristo.
[L'Osservatore
Romano, edición semanal en lengua española, del 30-VIII-96]
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